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pequeño ensayo sobre dos sentimientos estivales

agosto 13, 2010

Verano, 37º a la sombra, o sea, en cualquier rincón de la casa. Primeras horas de la tarde luego del almuerzo, y una reiterada sensación de sinsentido. Esplín parece ser la palabra que mejor describe este sentimiento que invade los mediodías, y que produce en mí una pérdida de la razón de ser o existir. Para qué es la pregunta que aplica a todo, incluso a vivir.
Afuera, el sol cayendo a plomo sobre el jardín que pierde todo su encanto. El pasto que ayer era vivaz, ahora es una vieja alfombra gastada. Seco, con poca vida.
Los archivos se abren y se cierran en la pantalla de la computadora sin capitalizar ningún avance en los trabajos. Dos o tres páginas, y la pérdida de concentración que provoca el volver a dejar el libro de turno en la mesita de luz.
El equipo de música arroja acordes carentes de la magia que sé que me provocan, para llegar a convertirse en sonidos sin ton ni son, casi ruido de fondo.
Sentimientos que gobiernan buena parte del lapso comprendido entre las catorce y diecisiete horas. Dos a tres horas de muchos días de verano. Mucho tiempo perdido (¿perdido?), gracias a una sensación ingobernable, que roza lo depresivo.
Momento en el cual la vida se asemeja a una especie de cárcel, que a diferencia de aquellas que tienen paredes y barrotes, sospecho que no tiene un exterior. No hay un adentro y afuera, solo sirve el esperar… paciente, convencido de que todo pasa.
Nada más equivocado que el cuestionar este momento con pensamientos tales como: “estoy perdiendo el tiempo”. ¿Perdiendo qué tiempo? ¿un tiempo productivo? ¿productivo para qué?

Solo sirve esperar… y dejar que pasen las horas. Luego llegará el otro tiempo.

Verano del mismo día, de los mismos días. Sólo unas horas más tarde. Apenas cuatro horas después. Atardecer con un cielo profundo, de colores tenues pero muy luminosos. Casi encendidos, por contraste con las siluetas cada vez más negras de los árboles. La luz ambiente permite aún apreciar el verde vívido del pasto luego de haberlo regado. El olor a mojado es refrescante. Apenas cuatro horas después, y todo cobra sentido. El rito del vaso de whisky y la música sonando fuerte completan la escena, que pese a repetirse tarde tras tarde, tiene el poder de transportarme a donde yo esté dispuesto a ir. Viajes en el tiempo y en los sentimientos. Ahora los acordes de la guitarra de Gilmour o la dulce vos de Anderson obran milagros. Y siempre fué así, ¿por qué dejarme engañar por ese espejismo del mediodía?

Ritual que se prolonga hasta la aparición de las primeras estrellas, y el encendido de los faroles.

Casi un ciclo diario que gira desde el sinsentido, donde nada importa ni conmueve a la profunda sensación de que cada cambio en el tono de ese cielo crepuscular encendido justifica la existencia toda.

El sol en el zenit solo permite pensar en deudas, trámites y complicaciones. El fin del día hace que todo eso pierda total relevancia. La vida es otra cosa. Dualidades que no son ajenas a mi. Cambia el paisaje, pero la psiquis es la que construye y destruye.

Dos extremos separados por horas. Dos caras de la misma mente jugando a ser Dr jeckill & Mr. Hide.

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